Fue un día de primavera alicantina. Para mí ir a Alicante era más que nada hacer una visita. Nos había recogido un coche de amigos cordiales y salíamos velozmente por una carretera, de la cual no recuerdo el nombre; pero a cuyo término estaba la justificación de todo mi viaje. ¡Primavera levantina! ¡Qué dulce el cielo, qué intensa la luz, y el olor de los azahares retrasados! Entrábamos en el aire espeso, habitándolo, aspirándolo, vistiéndonos de su suave grosor y emergíamos a otros aromas, a otros rozamientos, a otro vestido encendido, casi trastormados, en una carrera que, paradójicamente parecía el itinerario de las luces y de los olores, de las blandas prisiones y de las mágicas libertades. De pronto, torcimos hacia la izquierda, y una tapia larga y uniforme se abrió en un ancho vano de silencio. Descendimos y echamos a andar por el sendero cuidado. Los nichos, en altos paredones blanquísimos, reposaban bajo la luz radiante. El cielo macizo pesaba, y el resplandor casi insufrible parecía tener volumen sobre nuestros hombros. Andábamos despacio, buscando. Unos nichos tenían cristal y diminutas flores bajo sus brillos (...) Buscábamos una lápida desnuda, un hueco. Y allí estaba, de pronto. Casi a ras de tierra. Los nichos, alzados en oquedad, lejos de la tierra común, son tristes; pero éste me sorprendía: muy bajo, casi sobre la tierra, como apoyado en ella, como reposando amorosamente sobre su borde bueno. Allí se veía bien la lápida. Las letras grandes, en bajo relieve, habían tenido color, y soles y lluvias de años habían desteñido el resalte. Se veía el nombre, la condición y dos fechas. Nada más. Temerosa elocuencia de un silencio preñado de dichos. Imponente callar que sobrecogía como un ademán mudo, pero insoportable. Soplaba un viento suave y terrible, inocente y reparador. Y yo echado en la tierra, recostado y callado, miraba la blanca lápida, la sellada pausa. Allí yo mucho tiempo, y detrás de tu silencio, tu estar, tu oírme. Tú, el puro y verdadero; tú, el más real de todos; tú, el no desaparecido.
Aquella misma mañana había yo tenido en las manos ( y me las enseñaba quien más podía) todas sus fotografías de niño, de muchachito. De hombre primero. Allí tus grandes ojos azules, del color de una piedra limpísima; allí tu pelada cabeza clara donde tantas veces dio el sol amigo; tu pecho libre, tus manos grandes y rudas; tu buena planta, que hermanaba con los árboles y con el grueso chorro de las cascadas. Vi también el rostro último, tan sobrecogedoramente español. Yacente, comido del sufrimiento, madero casi del dolor, con espantosa expresión de agonía serenada por la muerte. Y en los grandes ojos abiertos la ausencia de la música, ahogada. La que tan pujantemente había resonado en totales pupilas abarcadoras. Rostro como sagrado, poderoso testimonio postrero que nadie, ni nunca podrá borrar.
Me levanté de la tierra y me arranqué de la lápida. Lápida que no me parecía sello, sino comunicación, sino más que palabra. Y torpemente echamos a andar. Torpísimamente, bajo aquella luz feroz, despiadada, que parecía desollarnos al despedirnos.
"Una visita", Los encuentros. Vicente Aleixandre.
En esta ocasión, Aleixandre evoca la figura de Miguel Hernández que en otro momento describe como una fuerza de primavera metida en la primavera . Miguel, poeta en sueños, conocedor del arte de pescar estrellas, pero también lunicultor en lucha tenaz por la vida, por la dignidad de la vida de todos y para todos. Por eso hoy y siempre, yo tampoco perdono a la muerte enamorada y lanzo como una caracola gigante e infinita tu palabra de poeta de corazón bondadoso y entregado sobre los ataúdes feroces en acecho.
4 Comentarios:
Precioso el relato de Vicente Aleixandre, pero para mi, hoy, es mucho más preciosa tu reflexión.
Tu tienes que ser también "lunicultora" siempre.
Un abrazo muy fuerte y continua regalándonos palabras con tanta belleza.
Gracias amiga por estar siempre ahí. Gracias por tus palabras: compañera del alma.
Máis palabras de poeta para facer recuar "los ataúdes feroces":
A veces en el fondo de mi alma
bulle una antigua fe resplandeciente,
como un grumo de púrpura extendido
tiñe mi corazón y de ese gozo
sube a mi faz con fértiles destellos
una espléndida sombra de tristeza.
Minutos cual suspiros, leve tiempo
que nadie ve pasar, aquí se siente
como una verde espada que se templa
en la carne gentil de la poesía.
¿Será verdad que el mundo está rodando
en sus inexorables fuerzas ciegas?
¿Que hay lastimeros ayes, que hay matanzas
en los oscuros días de los hombres?
¿Por qué yo pues me siento redimido
y esta alegre tesión de mis entrañas
hace ascender dichosa hasta mis labios
una dorada espuma? Viejos monstruos,
destructoras legiones de infortunio,
espíritus aciagos que pretenden
sellar al hombre dulce como bestia
sometido a la paz de su rebaño,
doblad ante mi júbilo indefenso
vuestra horrenda cerviz, llorad al menos
vuestra insana impotencia revelada,
cuando no habéis podido aniquilarme,
y cual nocturno beso del rocío
hace brillar la tierra entre cendales
de tenebrosos sueños, un ser puede
con sólo abrir sus labios encantados,
hacer brotar de sí la dicha ajena.
Juan Gil-Albert. Canto a la felicidad.
Á túa beira, en terca loita pola vida digna.
Fermosas palabras-flores-vivas que sempre recolles para esta maceta-literaria que é o teu blog; eu tan só cando te leo, Amiga, estou a soplar para que arrecendas o seu fresco aroma.
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